domingo, 30 de diciembre de 2018

Juegos de construcción


“Papá, ¿adónde van los peluches cuando los niños se hacen mayores?”. Jaime, 5 años. 


Acabamos de ver Toy Story 3 y mis hijos me están ayudando a empaquetar sus regalos de remotos Reyes. El mayor se siente ajeno a la mayoría, lo daría todo menos su videoconsola. El pequeño mira el montón, recuerda y utiliza algunos un rato; aparta dos o tres, los que más quiere, y vuelven a su armario. Antes me llamaba la atención que no amaran los mismos juegos pero la vida me los dibujó con trazos muy distintos. Sus gustos apenas coincidieron en un garaje desmontable que habré reconstruido ni sé las veces.  
Están revisados los equipos eléctricos: quitamos las pilas viejas y verificamos que funcionaban con otras. Incluimos algunas instrucciones a mano sobre pósits para evitar la desilusión de sus nuevos propietarios.  
Habíamos limpiado todos los juguetes tras comprobar que parecían completos. Preparados, listos y ya.  

Mientras llevo cuatro bolsones repletos a la cercana oficina de Cáritas, mis hijos se quedan en casa solos; son mayores. Las luces de Navidad del barrio brillan a mi espalda, se concentran en la calle comercial. Debo detenerme ante el semáforo en rojo para redistribuir el peso, los pesos.  
Ni sé las veces que tuve que reconstruirnos entonces.  
Nos hemos limpiado los tres tras comprobar que parecíamos completos, preparados, listos.
Y ya puedo guardarme un muñequito del garaje que Marcos les regaló.

sábado, 10 de noviembre de 2018

El último Día

No sé si el Gato trajo su apelativo de México o lo adoptó en Madrid. En su honor, el grupo de amigos que frecuentamos el Callejón del Cuatro, su bar, lo llamamos el Callejón del Cuate. Es tradición que lo cierre el Día de Muertos y nos invite y celebre y nos cuente. Creo que todo el árbol de sus antepasados ha pasado ya por el barroco altar; para cada uno tuvo un relato o una satírica calaverita llena de ironías y ripios. Siempre lo coloca al fondo a la izquierda, enfrentado al servicio. Llegar a él supone seguir una larga madera llena de tequilas, mixturas y otras bebidas espirituosas. No siempre lo conseguimos todos.

Este 2018 no fue menos o fue más, dijo Mariano, ya que conmemora el Gato sus 15 años de “infeliz madrileñato”. En la barra no queda espacio para un vaso, una botella, una fuente o medio bol, prieto todo para tomar a dos manos. El primer convidado que alcanza el altar, ayudado por la ausencia de uno de sus brazos, queda de piedra. Lo vemos vacilar entre la alegría y el duelo. El tercero soy yo. No me extraña la ausencia de retratos dentro de los decorados marcos, ni las lloronas velas, sino los juegos de luces que los vidrios multiplican.

Oigo que, desde el fondo, brinda el inmigrante: “No se molesten por los espejos, ni porque vayan a morir, solo quería expresarles mi más perdulario afecto”. Todos levantamos los vasos a media altura viéndonos doblemente reflejados, con caras deformes que crean el alcohol, los cristales cóncavos y la fácil emoción.

lunes, 5 de noviembre de 2018

Lágrimas de colores


Les envío la foto de mi altar como un saludo, aunque ellos ven provocación. Molesta mucho a mis padres que no siga al pie de la letra las tradiciones de México. Les cuesta transigir con lo que siempre llamaron “mis originalidades”.

En cada fecha respondo que llevo más de veinte años aquí, que me perdonen.

Pero les incomoda que no disponga junto a los adornos el retrato del abuelo Nicolás o una foto sepia de la tata Marcela, tan queridos. Y les subleva que sustituya los verdaderos muertos por esas añejas imágenes de cómo eran ellos dos cuando yo fui su niño, antes de que el mar nos partiese.

No quieren ver que la verdadera ausencia que necesito honrar es la suya.

viernes, 15 de junio de 2018

Visto y no visto


Fue un partido muy intenso que ninguno de los participantes olvidará jamás. El gran favorito era Alemania frente a la primera selección africana que alcanzaba la final del Mundial de fútbol. Representaba la imaginación, la ingenuidad y la indisciplina, todo lo que los prejuicios asocian al continente.

En el último minuto de descuento, apenas quedaban segundos para el pitido final, el equipo de Nigeria marcó. Había sido una jugada maravillosa, nunca vista antes, casi de otro mundo.

Apenas un segundo después del gol, el árbitro interrumpió el juego. Le avisaban desde el VAR que había ocurrido algo inaudito: la señal de televisión mostraba claramente que el balón no había golpeado con violencia las redes, que el portero no lo había tenido que desenredar para recogerlo. Millones de espectadores de todo el mundo no habían cantado goal, but, gol. Solo los 80.000 asistentes en directo.

La decisión estaba clara y se le hizo llegar al árbitro por el pinganillo: el tanto no había existido. Sacaría con su mano el guardameta. Se comunicó a los presentes a través de los videomarcadores del estadio. Los silbidos fueron acallados por la repetición de la jugada, la misma que se había visto en el resto del planeta. Recorrió las gradas un murmullo estupefacto, pronto atemperado por la insistencia de la repetición desde todos los ángulos posibles.

Gracias al país organizador, hubo un apagón en Internet que duró un tiempo indefinido. Ni la sorpresa ni la indignación salieron del estadio. Los corresponsales deportivos se rindieron pronto a la evidencia: comentaron la repetición como si les fuera la vida en ello. Las crónicas taparon la verdad con adjetivos épicos habituales entre periodistas. Dice la leyenda que algunos nunca regresaron. Nadie los echó en falta.

En la prórroga ganó el favorito. Los nigerianos lloraban desconsolados, golpeados por algo superior al destino y ajenos a los deportivos gestos de los germanos. El cielo bendijo el resultado con una lluvia de confeti. Los líderes en el palco se felicitaban con muestras de satisfacción. Al día siguiente subieron las bolsas, hubo una reducción de impuestos y Apple sacó otro invento inútil.

Aún hoy se grita el gol de Nigeria en los gulags.

domingo, 7 de enero de 2018

Cuento con 17 tuits clásicos


25 de diciembre, fun, fun, fun y están enterrando a su padre, Antonio Alegría García 1936-2017. Sin frase lapidaria, conforme a su seriedad.

Por el rabillo del ojo cree ver una carretilla de ruedas gigantes que carga un ataúd. La siguen dos personas. “Un pocosfollowers, pobre”.

Antonio Bis tamiza su mundo disperso con el cedazo de Twitter. Compensa la soledad con intensismos y poemas-basura equivolcados en su blog.

Y con fotos de muy mal gusto que difunde por líneas privadas. Casi son peores las que no contienen trazas de su ajada anatomía.

Subido en la escala, el albañil da un último yeso a la lápida. Les tocó un nicho tan alto que imposibilita el selfie de adiós muy buenas.

Bis se había prohibido transmitir la agonía, el escaparate tanatorial y el seco entierro. Los tuits que casi escapaban los censuró a tiempo.

Despide cortés a los presentes. Un apretón de manos, un par de besos. La mayoría no trató a su padre y viene en tardío homenaje a su madre.

De profesión profesora, había muerto un año y medio antes, en pleno agosto. Casi todos sus compañeros estaban fuera de vacaciones.

Un espontáneo interrumpe la línea de sus pensamientos. “¿Qué? ¿qué me decía?”. El tipo insiste en que podía haber cantado la salve rociera.

Apenas comprende el sentido de la frase, ni ve adecuación folclórica alguna. “Habría sido mejor una jota, ¿no cree? O un villancico”.

No lo dice en broma. No entiende chistes ajenos, ni los que esboza la vida. Lo suyo son tuits con la limpieza y profundidad de un charco.

A salvo ya de la gente, camina hacia el nicho de su madre. Los ha separado en la muerte como lo estuvieron en vida. Llega en diez minutos.

Cuatro o cinco notas repetidas irrumpen en su escena de paz. Música de Beethoven en el teléfono. La llamada del destino, elegida sin humor.

Es el aviso de que se está quedando sin batería. Suele ponerse nervioso cuando no cuenta con un móvil donde volcar sus tontas egorroides.

Mira la pantalla. Es demasiado tarde para evitar que se apague. Antonio Bis está desenchufado del todo, como su padre al fin. Desenchufado.

Debe de ser el frío aire navideño, la alegría de saberse del todo huérfano, la provinciana foto del rostro materno sobre la lápida.

O es la estúpida coincidencia de los participios lo que le hace tanto bien, lo que (desenchufado del dolor) le hace reír a carcajadas.