viernes, 9 de diciembre de 2016

La duda


Abrió los ojos lentamente, mientras trataba de rescatar su personalidad de toda esa negrura. Tenía claro que había fallecido, aunque muerte y consciencia parezcan términos antagónicos. No lo eran para Bruckner: ya había imaginado antes el cielo a través de un filtro musical. Sería etéreo y ordenado, poblado con notas y angelotes que habían desertado de la lira para convertirse al órgano. Pero en horas y días posteriores descubriría un sinfín de ruidos: cacofonía de prisas, de conversaciones que se arrastraban, ruido de pantallas silenciosas llenándolo todo. Y vería ángeles estirados y adelgazados, con dentaduras perfectas y tatuajes de marinero transcendente. Santos en carteles inmateriales, que se abrían y cerraban en el aire mismo, vendiendo felicidad. Todo parecía comprable, consumible, así en la tierra como en el cielo. De momento, no se frotó los ojos, guardó las premoniciones y prejuicios y se dirigió a lo que parecía una puerta.

-Feliz aniversario.
Un cuadro protegido por cristal le hablaba, al otro lado, levitando sin apoyos en el centro de la estancia. Todas las paredes estaban cuajadas de pesados cortinajes. Envuelto en penumbra, vio que su propio cuerpo se reflejaba en el vidrio, material y fantasmagórico a la vez.
-¿Cómo te ves? La verdad, para cumplir dos siglos, no te conservas nada mal.
Sí, estaba vivo, y en la pecaminosa tierra. Vivo, descubriría después, de una manera anómala, con el peso de los años ajenos que habían transcurrido desde su deceso. En este nuevo estado valían más las opiniones que los demás habían vertido sobre él que las que recordaba como suyas propias.

Al desconocido le divertía su desconcierto:
-Ay, Antón, Antón: ¿para qué compusiste tantas sinfonías si sólo valen la pena dos o, como mucho, tres?
Fue la primera grosería. Así, de sopetón, demostrando que era un interlocutor alérgico a la diplomacia. Demostrando que era él quien mandaba
Se presentó como un empresario coleccionista, “puedes llamarme Cole”, ciertamente caprichoso, que había comprado su esencia en una subasta de Sotheby’s. Y la había vertido en un cuerpo clonado de alquiler, reacondicionado para asemejársele. Cole no era su amigo, era su dueño, como le espetó a las claras.
-Paradójicamente, Antón, en este siglo la esclavitud está muy mal vista. 
Empero, confesó, bastaba con pagar una miseria mensual al empleado para superar ese débil prejuicio social. Trufaba constante su monólogo con el irritante gesto de las comillas. 
-Has tenido mucha suerte. Otros compositores fallecidos sólo reviven el breve instante en que alguien, en alguna parte del mundo, interpreta una de sus obras. Si lo hace con fidelidad, claro
Al parecer, lo de resucitar con las audiciones de discos y CDs no estaba tan claro.

-Ay, Antón, Antón, Antón pirulero…-se despidió Cole sin más, haciendo gala de retranca y folclore patrio.
Como regalo de cumpleaños, le había dejado sobre el suelo de vidrio un objeto paralelepipédico, con el grabado de una manzana mordida. El símbolo le pareció eso mismo, simbólico. “No pienso caer en la tentación”, se juramentó.
En la carcasa estaba rotulado lo que dedujo como un nombre: “teléfono”.

No tardó en acostumbrarse a su nuevo cuerpo. Comía y bebía con regular normalidad. Cumplía con sus deposiciones. Y veía la múltiple realidad a través del cuadro (“televisión”, constaba en su parte trasera) cuando aleatoriamente se le aparecía.

Su principal tortura eran el teléfono y la curiosidad. Varios días después, aun con el librillo de instrucciones en alemán y danés, ni había podido encender el aparato. Así, el segundo regalo fue un niño clonado, de unos cinco años, con el rótulo “asesor tecnológico”. La primera palabra que buscaron en un diccionario sin libro, accesible a través del móvil, fue precisamente ésa, clon. Luego dron, luego avión para entender el término anterior y así sucesivamente, aprendiendo a salto de mata, de conceptos y de rimas. Por un defecto de clonación, el niño estornudaba constantemente y Antón terminó por llamarle Jesús.
Era cuarto y mitad de ciborg; animaba su hardware un software trampa con el que simulaba contaminar menos al respirar y hacer caca.
-Soy alemán, como tú.
-Yo soy austriaco.
-Lo que tú digas, Bruckchen.

Cuando entraron en su propia entrada de la Wikipedia, se sintió muy avergonzado por la publicación de la sinfonía 0 y más aún de la 00 (la página inmaterial incluía un enlace con Parish, un afamado pívot de los Celtics). “Pero, ¿por qué lo han hecho?”. Notó que su voluntad poco importaba ante los embates de la posteridad y se plegó en una depresión post mortem, cerca del cero absoluto por primera vez.
Para consolarle, el niño le mostró los nombres, miles, almacenados en la carpeta de contactos. Todos eran como él. “¿Puedo hablar con ellos?”. Ante el gesto afirmativo, acarició el de Gustav Mahler, que había sido alumno suyo, y el de Richard Wagner, su idolatrado maestro. Pero estaba decidido a no importunarlos, Dios mediante, salvo caso de fuerza mayor.

Al parecer, en la fácil reedición de Bruckner tuvo algo que ver la profanación de su tumba. Habían derribado sin contemplaciones el complejo barroco de San Florián y lo habían sustituido por una ciudad deportiva, San Florentino, que desde hacía un lustro dominaba la villa. Infames cambios que llegaron tras la adquisición del LASK, un club del cercano Linz, por parte de Pérez, exmandatario madridista cuyo rostro le resultó muy familiar. 
Un anónimo bloguero resumía estas actuaciones como el símbolo de un cambio de religión: el fútbol superaba al catolicismo como nueva fe.
Una nueva fe. Lloroso y escandalizado, ese día Antón no paró de hacerse cruces, sin comer ni defecar, hasta que quedó dormido en el suelo.
Lo despertó la imagen del coleccionista, que le miraba de arriba abajo. Adelantó que iba a presentarle a un productor musical, a un director de orquesta y a un crítico. Ya le confirmaría el momento.
Y no añadió más, dado el poco interés que mostraba el compositor deprimido.

Ceñido por las convenciones con que la posteridad había atrapado su figura, Bruckchen encontraba dificultades para moverse con independencia. Era ésa la mayor diferencia entre su vida anterior y la actual: ¿Por qué era incapaz de improvisar, él que fue un indiscutido maestro del teclado? Ésa y otras penurias enmascaraban su verdadera tragedia: la desaparición de San Florián le había desprovisto de su tiempo, capado sin su órgano, ahogado sin hogar.

Fue el niño Jesús quien terminó de revelarle lo que su dueño quería de él. Se trataba de que decidiera cuál de las mil versiones de sus obras era la mejor, para hacer una compilación de todas sus sinfonías que pudiera contar con el cuño: “Edición completa revisada por el autor”.
No recordaba si Warner o Universal estaban detrás del rentable empeño.

Lo confirmó Cole un día después. Y le puso deberes para el resto de la semana: 
-Anda, vete empezando con la maraña de las terceras sinfonías. Dime con cuál nos quedamos.
Según la Wikipedia, su obra conocía una versión de 1873, otra de 1874, un adagio nuevo en la de 1876. Le seguían la versión de 1877, que contaba con dos ediciones (de Oeser en 1950 y la de Nowak, de 1980); por último, la versión de 1888/1889 cargaba también con el sambenito de dos ediciones: la de Rättig de 1890 y la de Nowak de 1959. “La tercera nunca fue la vencida, al parecer”, resumió Jesús antes de estornudar.

Atrapado por la coyuntura, con voluntad descoyuntada, Bruckchen se sentía cada vez peor. “¿Cuál es la mejor?”.
Quiso telefonear a Wagner, su referente, su ídolo, para pedirle opinión. Según la leyenda, le había mostrado la partitura de la 3ª en una noche remota en que ambos acabaron trompas. Su segundo dios le autorizó a dedicarle esta sinfonía después de leerla con alcohólica atención y descartar la segunda. Le llamó una y otra vez, pero estaba ausente. Jamás sospechó que se exhibía tras el nombre de Zugner.
Al telefonear a Gustav le respondió un mensaje críptico: “el músico al que llama está muerto, es inmortal o queda fuera de cobertura”.

Sólo salió un día de su estudio. Los ruidos del piso de arriba eran señal inequívoca de que se celebraba una fiesta desmadrada. Abrió un joven gafotas al que reconoció como Schubert por un retrato de Josef Abel que guardaba el Kunsthistorisches Museum de Viena. “Escapa mientras puedas”, le susurró su colega de sinfonías, “la única salida es la muerte”. Y cerró temeroso la puerta, con las lentes empañadas.

Se sentía atrapado entre la dejadez y las dudas que las exigentes premuras no hacían más que aumentar:
-¿Cómo va la tercera?
Perdido en sus propios pentagramas, en los marcadores que usaba para resaltar las olvidadas diferencias. 
-¿Cómo va la tercera?
En la duda, se llegó a preguntar: ¿Qué haría Hamlet? Su religiosidad le impedía seguir los pasos de Ofelia, por mucho que se sintiera dejado de la mano de Dios.
-¿Cómo va la tercera?
Entonces lo supo, recordando uno de los contactos que faltaba en el móvil, el de su alumno Hans Rott.

Llamó por teléfono a Hanslick, que no se sintió halagado en absoluto. “Estimado Eduard, quería pedirle consejo sobre…”. El crítico no le dejó terminar, contestó con una risotada, preludio a una cadena de desprecios, ironías no exentas de gracia, virulentos sarcasmos, adjetivos descalificativos y adverbios lapidarios.
Como corolario a toda la inmundicia crítica que les arrojó encima, el deficiente clon que lo alojaba sufrió un infarto mientras Hanslick no les dejaba de odiar a la salvaje manera de Twitter.

Nowak mira al cielo y afirma: “el Creador mató a su siervo más devoto”. 
Para Oeser, “Bruckner remurió”.
Ambos obvian el papel de Pérez, coleccionista múltiple, que se quedó con un palmo nasal y un asumible déficit pecuniario.

jueves, 3 de noviembre de 2016

Alma sin refugio

 Exposición: La Poética de la Libertad
Acaricia los nombres que se suceden en el mapa. Su dedo índice los recorre llevado por el mismo azar, por el mismo orden desarbolado que decidía su rumbo en aquellos días. Marsella, Aviñón, Narbona, Carcasona, Burdeos, Biarritz, Bayona, Biarritz otra vez, Hendaya, San Juan de Luz, Orthez, Pau, Lourdes. Permanece en el de Lourdes un instante, cierra los ojos y suspira. Hasta entonces ha escrito sus memorias como quien escribe un panegírico, o así lo recordaba yo. 

Mi memoria también conservaba imágenes de distintos episodios: Su marido Franz perdiendo los nervios. El dinero que llevan gracias a ella. La noche pasada en un lupanar vacío. La contabilidad de las propinas, los pagos y las estafas. Su preocupación por las partituras que lleva en el equipaje, de Bruckner y de Mahler, su ex. El arquitecto Gropius, otro ex, había quedado al principio, casi en el anonimato. “Si esos nombres me quisieron, sería por algo”. Escribió hombres, pero el objetivo de mi  escrito era manipular, a la luz de unos recuerdos llenos de sombras. 

No hay mayor rencor que el de un lector con sus expectativas defraudadas. En su día había abordado las memorias de Alma esperando encontrar la chispa divina que la hacía diferente y sólo hallé una burguesa posando ante la posteridad. Creo que esta conclusión anduvo royendo mis recuerdos para dejar sólo aquéllos que la justificaran de pleno. Volví a leer la obra para cimentar mi tesis, para repasar los topónimos y ordenarlos correctamente y poder escribir con un camuflaje de empatía: 

Alma acaricia los nombres que se suceden en el mapa. Su dedo índice los recorre llevado por el mismo azar, por el mismo orden desarbolado que decidía su rumbo durante aquel verano de 1940. Marsella, Aviñón, Narbona, Carcasona, Burdeos, Biarritz, Bayona, Biarritz otra vez, Hendaya, San Juan de Luz, Orthez, Pau, Lourdes. Hacia delante y hacia atrás, siempre. Al azar del alojamiento, del medio de transporte, de la busca de un visado para salir de Francia, de un salvoconducto para permanecer en el país, al azar del avance alemán que parece perseguirles. 

La uña choca una, otra vez contra la barrera de los Pirineos. Sólo en Lourdes se afloja la tensión y se vierte en lágrimas, como entonces, cuando las escondió en la emoción de comulgar. Apenas le quedaba su identidad y su música, que nadie de los feligreses conocía. Pero notaba la paz de sentirse en comunidad, a pesar de saberse extraña a todos. Llora con vergüenza por todo lo que se le junta dentro. “Maldita educación centroeuropea a base de golpes”, lamenta sin alzar la voz, por escrito, con discreción amaestrada. 

“A base de golpes”. Mientras lo releo noto una bofetada sonora, me doy de bruces contra mis prejuicios. Sólo entonces abro la mano, dejo de asfixiar sus recuerdos, los empiezo a contener en mis palabras: 

Alma no los iba a escribir, por la dignidad que le viene impuesta desde la infancia, pero revive los nombres que le sugiere el plano: lágrimas, hambre, suciedad, incertidumbre, cansancio, sed, asco, desesperación, miedo. Y rumores, rumores que socavan cualquier estabilidad posible, que imposibilitan toda certidumbre.

Por primera vez reconozco en sus memorias, hacia delante y hacia atrás, los paisajes repetidos que derrotan a cualquier refugiado: como la estación de tren de Burdeos, abarrotada de confusión, de desterrados, un cúmulo de seres varados con sus desesperaciones individuales, con un fondo inútil de silencios o de gritos, aplastados todos bajo la misma presión contra los andenes. Otro lugar: el coche parado en medio de la carretera, de la noche; no pueden seguir circulando y duermen allí. Un paisaje de humanos que les ayudan, otros que les desdeñan. Y ese lugar de paz que se resisten a abandonar, polillas atrapadas por una bujía. Dos semanas visitando de continuo la gruta. El judío Franz Werfel lee todo lo que encuentra sobre la santa y promete dedicarle una novela. Si se salvan.

Desde Lourdes volvieron a Marsella, vía Toulouse, a alojarse en un hotel a la misma hora en que se llegaba una comisión alemana. Gracias a las artimañas del director hasta pudieron convivir, a escondidas, con la Gestapo. El azar define a sus acompañantes (como Golo, un hijo de Thomas Mann), que también comparten los hermosos paseos por la playa. El 12 de septiembre creen contar con los medios suficientes para dejar Francia. “Durante nuestra huida todos los trenes salían entre las tres y las seis de la mañana”, constata Alma como resumen de sus nítidas pesadillas. También en ferrocarril siguen de Perpiñán hasta Cerbère. Entre ambas paradas queda Colliure, que guarda desde el año anterior un frágil pedazo de España. “Herida sangrante”, Mahler-Werfel define en dos palabras un país destripado por la guerra. Tienen la intención de atravesarlo para llegar a Portugal. 

La suerte que no habían recibido antes se vierte en ambas faldas de la frontera, aunque por momentos les pese el número 13 que bautiza el día. Los obstáculos no les impidieron llegar a Barcelona, después de traspasar las montañas a pie, avanzar, retroceder, y sellar al fin sus papeles en el puesto de Portbou. El mismo Portbou donde se suicidó Walter Benjamin tras ser detenido por la policía española. Fue un veintitantos de septiembre, cuando Alma y Franz ya terminaban el periplo que desde Lisboa los conduciría en barco hasta Nueva York.

sábado, 8 de octubre de 2016

Solo yo

Bourbon y oscuridad. Lluvia y neón. Sé que te encanta esta palabra. Que te gustaría sepultar tus pensamientos bajo ella. Neón. Neón. Neón. Pero está afuera. Y tú aquí, dentro. Junto a la barra en un taburete rojo. Te rozan ecos de conversaciones remotas. De música y de olores. De cansancio. Todo está repetido.

Todo es mentira. La verdad está en el fondo del vaso, entre los hielos. La toca tu dedo índice. Márchate. Vete. Asustado, retiras la mano. Muy torpe. (El cristal cayó sobre la moqueta gritando líquido). Seguro que todos te miraban. No, nadie lo hace.

Nadie está tan borracho. No, solo es agua. Sí, agua de 43 grados. Atención, pregunta: ¿Qué haces aquí? Esperándola. Respuesta errónea. Estaba prohibida la sinceridad. Prohibida hasta que el hielo te la trajo. Corrección: Debes encontrar una mentira a tu medida.

Mides, con la mirada, la distancia que te separa del servicio. Calculas el número de pasos que te llevarían hasta allí. Demasiados. Demasiado tiempo. Necesitas algo que te anime. Pides otro Jack Daniel’s.

Esperas otro trago. Otro lapso. Otra pérdida de consciencia. Ojos fijos, pupilas perdidas. Olvidas pestañear. Boca apretada, aliento contraído. No sabes sonreír. Un intento fallido cuando te ponen el agua de fuego delante. Una mueca. Gracias.

Gracias a ti. Un pub con camarero mercenario, barman de alquiler. Nadie con quien hablar. Esa rubia (cabello alisado a la plancha, ojos hundidos en negro) tampoco sabría atenderte. Si alguien te escuchara, hablarías de ella. Sin duda.

Dudas: ¿Cuáles fueron sus últimas palabras? Un segundo, que pienses. Eres mío. No eres el primero. No intentes escapar. Algo así como una amenaza. Como el miedo que tuviste. Como el de hoy. El de ahora al recordar. Un trago precipitado. Tan inútil. La única solución está en ese aseo tan lejano. Mil pasos para esconderte.

Primer paso. Después de levantarte con las palmas sobre la barra. Segundo paso. Dolor. Dolor. Que desgarra tu ser, de arriba abajo. De abajo arriba. Como un cáncer. Debes olvidarlo hasta alejarte de cualquier mirada.

Tercer paso. Cuarto paso. Un empujón. Sobrevives por asirte al escueto vestido de una muchacha. Indiferencia mutua. Quinto paso. Estás en el vacío. Estás cansado. Paras a respirar. Antes no había tanta gente. Imposible. Nunca podrás llegar.

Estiras de la cadena. Otra vez. Todo tu estómago se aleja por el desagüe. El suelo está mojado de una pastosa humedad gris. Las baldosas volverán a ser blancas mañana. Respiras a bocanadas en una cabina de ventilación inexistente. Te sientas sobre la tapa de la taza. Es horrible que un pub como este tenga este servicio. ¿Qué hace un aseo como tú en un sitio como este? Quieres recordarla.

El mismo cóctel de miedo, nostalgia, deseo y unos cubitos gélidos de amor fracasado. Todo esto, mezclado, sabe a dolor. Por fin puedes llorar. ¿Qué te hizo abandonarla? ¿Qué te hizo huir? El miedo. ¿Qué te ha hecho beber desde entonces? No es ni nostalgia ni sufrimiento fingido. Es un misterio. Hasta para ti. ¿Sigues escapando de Ella o la estás buscando? ¿Crees que la vas a olvidar así? Una receta para otro combinado: las lágrimas con whiskey saben menos amargas.

Su cuerpo era la culminación de todos los cuerpos que habías besado hasta entonces. Sus ojos, el feliz resumen de todos los ojos más un brillo de fiereza felina. Sus labios, el grueso óleo de todos los rojos. Una distinta forma de hacer el amor… Tan dulce al principio y tan sucia después. De tan libre a tan obligada.

El recuerdo viene por la acumulación de alguna de sus frases. Una vez le habló a tu desesperación (quizá tu primera desesperación). No te asuste entrar en la tristeza. Ni estar rodeado por la nostalgia. Ni sacudido por el deseo, ni vencido por la angustia. Siempre queda un pedazo de uña que arrancar. Y una botella de ginebra que vaciar. ¿Cuándo comenzaste a beber?

Toc. Toc. El ruido interrumpe tu tarea. Una absurda contemplación de tus dedos. Toc. Toc. ¿Quién será? ¿Quién está llamando? ¿Por qué? Recuerda que estás en el servicio. No puedes permanecer aquí toda la noche. Finges acabar tirando de nuevo la cadena. Un sordo quejido. Te cuesta correr el cerrojo. No tienes humor para enfrentar al impaciente. Apartas la mirada.

Tropiezas con… ¿Ese del espejo eres tú? Los ojos sitiados por la tristeza. El pelo azarosamente engominado. Faldones de la camisa conjuntados con una corgata desanudada. Modelo “otro apenado borracho” del gran modisto Reggiani. La boca te huele mal. Pero eso no lo refleja el cristal.

Los lavabos son acogedores pero debes volver junto a tu vaso. Lleváis demasiado tiempo separados. Y hay que rellenar el estómago. Abres la puerta hacia la sala. Quedas deslumbrado unos segundos. ¿Por la luz o por la oscuridad? Cuando se normaliza tu visión, buscas el lugar que ocupabas en la barra. Vaya, hay alguien ahí. Una mujer de melena morena juega con los hielos de tu vaso. El gentil camarero no lo ha retirado. Ella se vuelve parcialmente hacia él. No puedes creerlo. Y la manija resbala entre tus dedos inertes. La sala desaparece tras la puerta blanca.

Desesperación. Alegría. Miedo. Rojo. Acantilados. Mar. Calle. Ventanas. Dolor. Noche. Adiós (no, nunca le dijiste adiós). Sangre. Corazón. Esperanza. Terror. Amor. Pájaros. Olvido. Recuerdos.

¿Cuándo terminó de recorrer tu cuerpo? Una sucesión casi infinita de encuentros. Combates. Sus dedos. Su lengua. Su sexo. Usados para explorar. Un día dijo que lo conocía mejor que el suyo. Todas las articulaciones, órganos, nervios y fibras. Todo. Una noche, bromeando, confesó que ya era capaz de dominarlo. Conocer es poder. Al mirarte, se te cayó de las manos la figura con la que jugabas. ¿Fue una casualidad? Sentiste miedo viéndote en la figura destrozada. Un héroe de cómic convertido en añicos de plástico sobre el suelo de la habitación.

No le costó aliviar tus temores. Aunque siempre disfrutaba con la ambigüedad. Caricias. Aire. Besos. Agua. Cuerpos. Tierra. Amor. Fuego. ¿Qué viene después de la calma?

Una sucesión casi infinita de encuentros. Combates. Humillaciones. Sus uñas. Su saliva. Tu sexo. Todo servía para darte tormento. Comenzaron a aparecer tus lágrimas. ¿Por qué buscaba Ella tus lágrimas? Tú la querías. ¿Te quería Ella a ti?

Un instante de lucidez salpicado por amor. Presente. Una cierta esperanza. No puede estar allí. Un ángel como Ella no baja a los infiernos. No puede. Si lo repites cuatro veces más reunirás el valor para abrir otra vez la puerta.

Era un fantasma. Desde aquí ves tu plaza reservada en la barra. Nadie la ocupa. Ahora debes respirar hondo. Tomar impulso para volver a ella. Un espejismo. ¿Un espejismo? ¿Y si ha cambiado de lugar pero sigue aquí? Miras cuidadosamente el local con creciente confianza. No está. ¿Seguro? Sí. No está. No logras calmar los latidos de tu corazón.

El vaso es el salvavidas. La tabla en el naufragio. Otra copa, por favor. A pesar del asco que sientes en la garganta. El camarero no retira tu vaso mediado porque sabe.

Empiezas a bajar por la pendiente de la memoria y es difícil detenerse. La única manifestación de poder. No se permitió más. Tampoco fue necesario. Una tímida rebelión rota. Cuando golpeaste con el puño el cristal de la ventana. Agudas grietas. Esquirlas clavadas en tu mano. Ella te obligó. Te obligó a hacerlo. Gotas de sangre en el suelo. Recordando la que el roto superhéroe no había llegar a verter.

Pudo hacértelo repetir mil veces. ¿Por qué no quiso? ¿Por qué se puso a llorar entonces? (¿Amaba, tal vez, tu cuerpo?). Nunca viste otras lágrimas sobre sus mejillas. Hasta buscó una compensación. Tu brazo se volvió para golpearla. Un autocastigo. Tú no quisiste. Su respiración se quebró, sumida en el ahogo. Tuviste que consolarla. Otra frase. Cuando se es tan perversa como tú, tener conciencia es un lastre. La abrazaste. Luego te humilló en la cama.

Aún no te han servido la bebida. No importa. Quedan restos de la última. Un remoto olor, casi un perfume, la acompaña hasta tus labios. No llegan a rozarla. Has descubierto algo horrible. Estás perdido. Lo grita el rojo carmín desde el borde del vaso. Su carmín.

Todas las sombras pueden ser Ella. Todas las mujeres lo son. Una sensación de asfixia. Te ha descubierto. Estás en el centro de todas las miradas. En el puto centro. ¿Es posible escapar? ¿Me dices qué te debo? El camarero te traía el nuevo whiskey. Sí, son seis. No entiendes su cifra y dejas un billete grande. Ahí tienes, hasta luego. O mejor dicho, adiós.

¿Por la puerta de entrada? ¿Por la de emergencia? Son demasiado evidentes. Escóndete hasta que cierren la sala. Donde siempre.

Cuando cerrabas la puerta de tu aseo, la viste salir del de señoras. Estaba allí, sin duda. Has visto sus ojos. ¿Te han visto ellos a ti? No me ha visto. No me ha visto. Por favor… La cabina del inodoro está cerrada. Forcejeas para entrar. Mierda. Ella puede asomarse en cualquier momento. A tu espalda. Vamos. Vamos. Ábrete de una vez, Sésamo.

Sale el individuo que te relevó antes. Reconoces sus pantalones a cuadros. ¿Tan poco tiempo ha pasado? Una disculpa por tu impaciencia. Olvidé el alma dentro. Te dirige otra mueca. Cierras el pestillo como si te fuera la vida en ello. ¿Quién puede saberlo?

¿Cuáles son los últimos pensamientos de un condenado? No. No pienses en eso. Aún te quedan esperanzas. Supongo que en ellos habrá alguna mujer. ¿Qué esperanzas?

Si esa mujer no existe habrá que inventarla. Tú no tienes esa necesidad. Ella te inventó a ti. Y su cuerpo está cerca. Su cuerpo era un bambú que se cimbreaba para golpearte. Sus ojos, soles que te quemaban. De su fruto nacían fluidos para ahogarte. Su boca te arrancaba la respiración. Y ese sudor que bebías era veneno. Una sorprendida erección acompaña estos recuerdos. ¿Vas a masturbarte?

Es una ilusión. Sabes que es una ilusión. El efecto combinado del alcohol, los recuerdos y tus deseos. En realidad no has escuchado sus pasos. Ni su respiración al otro lado de tu puerta. Esa cuchilla de afeitar que introdujo bajo ella tampoco existe. Sabes que es una ilusión pero te agachas a recogerla. Y sientes su sonrisa al otro lado. Siempre sonreía cuando iba a hacerte daño. Es una ilusión el frío tacto del metal en tus yemas. Su filo rasgando las venas. Las manchas de rojo. La cálida sensación en la que te alejas. El dulce sabor de un sueño acabado. Todo es una ilusión.

Entre extraños vapores revives aquella huida. Decidiste hacerlo tras otra de sus sonrisas. Después de su pregunta. ¿Sabes que estoy a punto de controlar tus sentimientos, que tus percepciones ya son mías? ¿No es maravilloso? Ni una nota, ni una rosa, nada dejaste tras de ti. Dos años más tarde te preguntas si le hiciste daño. Si, después de unos días de inútil espera, volvió a llorar.

Toc. Toc. Alguien llama. Es Ella, por fin. Por fin. Miras por si hubiera otra salida. No ves ni un hueco, ni el menor tubo de ventilación. Pero de algún lado llega una difusa luz. Las ejecuciones se celebran poco antes del amanecer.

Abres la puerta al encargado. Estamos a punto de cerrar. La sala está desierta. La música que no oías ha dejado de sonar. En el suelo, algunos cristales, algunos objetos brillantes y manchas pegajosas. Desconcertado, atraviesas el espacio vacío. Se pueden oler algunos perfumes olvidados. Tomas el abrigo que se te ofrece y sales al exterior. Al aire frío del alba. Brota de tus labios una bocanada de vapor. Una cansada alegría. ¿Por dónde habrá algún taxi? Suelen pasar por la otra calle. Pasos relajados. ¿No te llegó a ver? No es posible. ¿Te perdonó entonces? Cruzas hacia la acera de enfrente.

Nadie te miraba cuando el automóvil embistió. Cuando te abalanzaste sobre él. Nadie escuchó el inútil chirrido de los frenos. Nadie vio tu cuerpo despedido. Solo yo te vi morir, amor.


sábado, 3 de septiembre de 2016

Zugner






En el mundo donde se intersecan los músicos y los arquetipos, Wagner ocupa un lugar muy, muy destacado. De tener en cuenta su opinión sobre sí mismo, este lugar sería mucho más destacado aún. 

Aunque la inexistencia material ha moderado su natural petulancia, a estas alturas del partido sigue convencido de su excepcional valía como juntanotas y lo amplía al campo de las letras donde figura como óptimo libretista y poeta mayor (sí, los adjetivos son suyos). Pero arruga el ceño recordando el teatro de Bayreuth, “diseño que el arquitecto consiguió estropear” (sic fake) y reconoce con más molestia que modestia la superioridad del Palau de la Música de Barcelona en todo, hasta en wagnerianismo. 

Siempre ha adorado esa W, doble como su ego, que le confiere preponderancia en el alfabeto, base en la ordenación de obras y autores en los comercios hasta que llegara Amazon. Por ello tiene cierta ojeriza a Zemlinsky que, rescatado últimamente del anonimato, le priva del éxito final. “Pero, comparando entre nosotros, no hay color... color orquestal, jajaja”, ríe mientras agita su barriga cervecera. Se considera el último gran genio de la música, de nuevo alfabéticamente (con lo que regatea a Schönberg), pues describe a Wolf como un epígono, a Weber le llama Von y es incapaz de comprender la brevedad de Webern. Y de Xenakis, ni hablamos.

Lleva un tiempo mostrando curiosidad por las redes sociales, pero Instagram le aburre, descarta Facebook (“es país para viejos”) y minusvalora Twitter (de nuevo, la absurda brevedad). Jamás le ha importado figurar entre los TT: que #Bayreuth aparezca de vez en cuando le es indiferente y que se le recuerde por su cumpleaños tampoco le emociona. Por eso resulta llamativo que el 22 de mayo de 2015 sufriera tamaño enfado y hace del todo incomprensible su reacción posterior. 

Acababa de leer por enésima vez la absurda la broma de un tal Woody Allen al que todos citan. “¿Polonia? ¿Qué pasa con Polonia? Si hasta le dediqué una obertura”. Un círculo amarillo llamado Pacman, del mundo en que se intersecan juegos y naderías, cumplía 35 años. Y en toooodo el inexacto día que duró más de 24 horas se celebró de variadas maneras la efeméride. Pareció que todos los mundos existentes se hubieran puesto de acuerdo con unánimes alegría y positividad.

No pudo resistir el enésimo tuit laudatorio. Puso la BSO de Apocalypse Now, montó en Cólera (que, como todos sabemos, es uno de los caballos de las Valquirias) y desapareció hasta de la Wikipedia mientras era perseguido por Sigfrido, Siglinda y Sigourney Weaver que trataban de aliviarle, en vano. Sigmundo Freud ni siquiera lo había intentado.

... 

“Soy el último de los grandes, para siempre”, dijo cuando volvió días después. Se había cambiado el apellido a Zugner sin importarle en absoluto (como le advirtieron muchos familiares que viven porque se pegaron como sanguijuelas a su recuerdo) que, con esta denominación inventada, pareciera judío.